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Mahler había compuesta ya algunas piezas de cámara pero esta primera sinfonía actuó como una especie de síntesis de tendencias que en su momento se consideraban como contrapuestas. Por una parte, la que provenía de Wagner con un empleo de grandes masas orquestales y la utilización frecuente de intervalos muy pequeños entre las notas. Eso producía la sensación de que se disolvían tanto la tonalidad alrededor de la que giraba la música cómo lo que se podía esperar y hacia dónde era previsible que se dirigiera. Por la otra parte, la tendencia de Brahms, un compositor de pocas sinfonías que usó una orquesta robusta con la que realzó el carácter de cada movimiento según lo habían propuesto los clásicos vieneses, como si fuera un lógico continuador de esos parámetros a pesar de los cincuenta años transcurridos desde aquel entonces. Mahler logró, en su Primera Sinfonía, esta síntesis entre compositores tan dispares a partir de elementos estructurales. Como el número de movimientos, que finalmente quedó en cuatro, tras su última revisión de la obra. La relación entre tonalidades en cada movimiento es la que las convenciones habrían demandado y sólo el final del cuarto movimiento ofrece una tonalidad que no estaba en las expectativas. Pero, en oposición, empleó una orquesta de grandes dimensiones en la que los sonidos, como al puro inicio, se van deslizando hasta hacer presencia, como una sugerencia más que como una presencia inmediata.

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